viernes, 19 de agosto de 2011

ZAGALES DE “EL CABECICO”


 Al oeste en Caravaca, aprieta el calor que no veas y los niños pobres no vamos a la playa ni somos socios del poli. No tenemos casa en el campo ni niñera que nos atienda. Pero tenemos El Cabecico entero a nuestra disposición.
Si me dejan, esta semana quiero tener 5, 6, 7,… pocos años.
He dibujado una rayuela en el asfalto de la puerta de mi casa cogiendo un trozo de escayola del “Bancal del Cura”. Mi madre me advierte de los peligros del lugar; hace algunos años, mi hermano casi se deja allí la pierna.
La rayuela es para jugar con mi hermana que es pequeña –quiero decir: más pequeña- pero hasta, por lo menos, las siete no podremos salir a la puerta. “Cuando caiga la tarde”, se nos promete.
Y los mayores quieren descansar sin ser molestados. Entonces, mi hermana y yo partimos la cocina en dos atravesando las sillas y cada mitad es el hogar de una. A esto, mi hermana lo llama “jugar a vivir”. En su lado queda la sal y en el mío, el detergente!
Dejamos de jugar a la rayuela el día que pasó un coche y atropelló a nuestra gata Socorro por no haber estado pendientes de ella. Pero a finales de curso, hemos aprendido a dar golpes a una pluma con una raqueta de bádminton. Entonces, en la puerta de mi casa, habrá una pista de bádminton. Y cuando se rompan las raquetas, jugaremos con palas de playa, con la bola loca o con la pelota que pescamos en la última cabalgata. Abajo, los zagales juegan al fútbol o al chinche.
A veces, nos juntamos con ellos para ver quien gana al pañuelo. Pero siempre hay quien prefiere el “Un barquito viene” o el balón prisionero. Y si mis amigas están castigadas y la comba deja de tener sentido, me bajo a la piedra, a la segadora abandonada o a los montones de arena del bancal donde las chicas mayores me han explicado que me haré mujer cuando empiece a sangrar. Yo me hice mujer saltando al elástico.
Que no se enteren en casa que tiramos palos al “cequión” para que la corriente los arrastre y los podamos recoger al otro lado de la carretera.
El que termina primero de cenar, viene a casa a buscarme. Y la chiquillería de El Cabecico se ve aumentada con los “niños” catalanes que vienen a veranear. Entonces, ya a oscuras, jugar al escondite tiene más emoción. Nunca me encuentran cuando doy la vuelta por la escuela (“La Santa Cruz”) y el kiosco de La Isa o cuando subo al cerro.
Y me voy a la cama pensando que mañana sábado voy a pasarme el día en la piscina municipal. Me prometo no salir del agua hasta no estar como un garbanzo a remojo.
Cuando llegue septiembre, la gota fría nos devolverá a la rutina de la escuela.

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