martes, 30 de agosto de 2011

TODOS LOS DÍAS, COMEMOS CON LOS NEGROS


Si eras niño, púber, adolescente o tardo-adolescente (y lo vivías con emoción) en los 90, probablemente tu madre alguna vez lo habrá exclamado: “Todos los días, comemos con los negros”. Puede ser un comentario políticamente incorrecto; espero que no lo acusen de racista, que no es el caso. Y es que hasta que Antena3 se decidió a emitir en una espiral sin fin todos los capítulos de todas las temporadas de Los Simpson (¿cuántos años ya? Algún día habrá que escribir “Todos los días comemos, con los amarillos”), a la hora de comer nos acompañaban dos chicos de color: Will Smith y Steve Urkel.
Pensándolo ahora, desde la distancia, creo que ver “Cosas de casa” era algo que hacía casi como castigo. Odiaba como se ridiculizaba al empollón buena gente y sus “europeas” costumbres (cristalizadas en su amor al queso y la polka) por una familia perfectamente americana. Laura Winslow me parecía una petarda creída; su hermano Eddie, un gallo de corral y el pequeño de la casa (laguna mental alrededor de su nombre), un cabeza-de-viejo-cuerpo-de-joven. No lo sabía entonces, pero me parecían, en realidad, una parodia del American style of life. Y, aún así, a las 2 del mediodía el argumento del menú del día de mi familia se mezclaba con el de esta familia del frío Chicago.
Sentimientos totalmente distintos me unían a la familia Banks. Habían acogido al macarra de Will, el sobrino pobre de Filadelfia. Siendo la familia perfecta, no me parecían la familia repelentemente-perfecta y como al amor de tu vida, se les quería por sus virtudes y a pesar de sus defectos. Ser capaz de bailar el It’s not inusual de Tom Jones como Carlton Banks hubiera superado todas mis expectativas. En cualquier reunión con mis contemporáneos, me siento capaz de reproducir algún diálogo del “El príncipe de Bel-Air”. No lo puedo evitar, si algo se cae desde lo alto tengo que exclamar mentalmente: “Hillary Banks, ¿quieres casarte con…plof…?”. Los seguidores de “El príncipe…” saben de que hablo. Ni hablar del diálogo “Hillary-Caca”.
Pretendían darnos lecciones al puro estilo Bill Cosby pero España-Piel-de-Toro no es la Tierra de la Libertad. Nos divertían mientras hacíamos corrales con la comida y eso ya es mucho decir.
Todavía, haciendo zapping, se cuelan en la pantalla. Veinte o quince años después, por supuesto, esa sigue siendo mi elección.

viernes, 26 de agosto de 2011

RAMÓN


Desde hace unos días, he decidido que me llamo Ramón. Es el nombre más varonil que se me ocurrió aquel día, y por qué no. Un día me pusieron un nombre sin consultarme y lo llevo arrastrando toda la vida. Y ese es un triste destino que no voy a admitir.
No. No quiero ser Ramona, la más gorda de las mozas de mi pueblo. Aunque lo fuera o fuese. Quiero ser Ramón y que la gente haga rimas fáciles con mi nombre.
Tampoco quiero que sea un cambio superficial o sólo sustantivo. También ha sido sustancial. Absolutamente sustancial. Desde que soy Ramón me miro con más respeto y creo que esto se está propagando.
Mi vecina siempre me azuza el perro (Bobby, ese maldito pekinés mala leche). Desde que me llamo Ramón, lo recoge y acurruca en su regazo a mi paso.
Los hijos de la vecina viuda del quinto, esos chiquillos mocosos, que aún así me caen bien, siempre me miraban con curiosidad. Parándose en el rellano cada vez que abría la puerta. Ahora, corren despavoridos escaleras arriba cuando oyen el movimiento de  mi cerradura. Que es lo que yo digo. “Ramón. Ni Don Ramón ni Monchito”. Imagino que es un mal menor.
Cada vez que iba al médico, el muy desgraciado ni me miraba. Me extendía una receta casi sin mirarme. Qué digo “casi”. Me extendía una receta sin mirarme. Y eso si le apetecía. Yo le hablaba de esputos y de sangre. Y él imbécil, venga jarabes de pulmón en la etiqueta.
Pues el otro día, me planté. Cuidaico me llamo. Que soy Ramón, el chico más guapo de la reunión. Palidecido, el imbécil me hizo escupir en un bote y me prometió tratamientos efectivos.
No quiero ni comentar la actitud de mi jefe. El indeseable no se lo merece. Sólo apuntar cierto cambio en tono, timbre y volumen de la voz. Y esos portazos e insultos que milagrosamente cesaron.
Qué hermoso es el paisaje que veo desde mi balcón desde que sé que ahí abajo las personas que me repudiaban ahora me admiran y respetan.

lunes, 22 de agosto de 2011

…ERA CON PENA…


Lo encontraron muerto y blanco como el papel en el lavabo del garito que solíamos frecuentar.
“Restos de narcóticos”, concluyó la autopsia. “Ketamina”. Y todos sabemos que alcohol también.
Su habitación pudo al fin ser penetrada por los que él había cerrado el paso (todos menos él).
Al levantar las persianas, el lugar se iluminó. La luz descubrió un desorden ordenado.
La pared del fondo estaba cubierta de fotos en blanco y negro.
La mayoría estaban tiradas desde la ventana (moderno James Stewart). A veces, me lo imagino subiendo la persiana lo justo; el diámetro del objetivo.
Son fotos de personajes de la calle: la señora y el carrito de la compra, el hombre calvo, la madre soltera, los niños que salen del colegio, el pastor alemán piojoso. Una chica bajo una ridícula pamela rosa…
También hay claroscuros del cuarto. Humo de un cigarro, un sombrero de gángster, una guitarra y una sombra en la pared.
Sobre una tabla horizontal que descansa sobre dos verticales (me imagino a un niño haciendo los deberes), crece una selva blanca. Son papeles. Algunos, partituras. Otros, dibujos o casi-dibujos. Humanoides, monigotes esquemáticos. Los círculos-cabeza miran hacia abajo. Nubes. Tabaco. Botellas.
Algunos papeles sirven de posavasos (o posabotellas) a un litro de cerveza a medio beber.
Bajo la cama, se encontraron las cosas dadas por perdidas. Era un cementerio de juguetes.
Una caja de zapatos contenía cincuenta y siete sobres cerrados. Todos timbrados. Sin nombre pero con dirección. Cartas nunca enviadas.
Hablaban de amor; de hecho, eran cartas de amor. Llenas de arrepentimiento, de guiños, de complicidad. De ganas de volver. La melodía de un móvil rompió el clímax del observador.
Cada carta terminaba igual que las demás: “Vístete de enfermera, corazón, que estoy malito”. El mismo encabezado todas: “Loca, loquísima”.
Todavía sonaba el vinilo. Se imponía al móvil. “Desolation Row”.
Oí a un hombre del pueblo decir: “Si tenía veinticinco, era con pena”.

viernes, 19 de agosto de 2011

ZAGALES DE “EL CABECICO”


 Al oeste en Caravaca, aprieta el calor que no veas y los niños pobres no vamos a la playa ni somos socios del poli. No tenemos casa en el campo ni niñera que nos atienda. Pero tenemos El Cabecico entero a nuestra disposición.
Si me dejan, esta semana quiero tener 5, 6, 7,… pocos años.
He dibujado una rayuela en el asfalto de la puerta de mi casa cogiendo un trozo de escayola del “Bancal del Cura”. Mi madre me advierte de los peligros del lugar; hace algunos años, mi hermano casi se deja allí la pierna.
La rayuela es para jugar con mi hermana que es pequeña –quiero decir: más pequeña- pero hasta, por lo menos, las siete no podremos salir a la puerta. “Cuando caiga la tarde”, se nos promete.
Y los mayores quieren descansar sin ser molestados. Entonces, mi hermana y yo partimos la cocina en dos atravesando las sillas y cada mitad es el hogar de una. A esto, mi hermana lo llama “jugar a vivir”. En su lado queda la sal y en el mío, el detergente!
Dejamos de jugar a la rayuela el día que pasó un coche y atropelló a nuestra gata Socorro por no haber estado pendientes de ella. Pero a finales de curso, hemos aprendido a dar golpes a una pluma con una raqueta de bádminton. Entonces, en la puerta de mi casa, habrá una pista de bádminton. Y cuando se rompan las raquetas, jugaremos con palas de playa, con la bola loca o con la pelota que pescamos en la última cabalgata. Abajo, los zagales juegan al fútbol o al chinche.
A veces, nos juntamos con ellos para ver quien gana al pañuelo. Pero siempre hay quien prefiere el “Un barquito viene” o el balón prisionero. Y si mis amigas están castigadas y la comba deja de tener sentido, me bajo a la piedra, a la segadora abandonada o a los montones de arena del bancal donde las chicas mayores me han explicado que me haré mujer cuando empiece a sangrar. Yo me hice mujer saltando al elástico.
Que no se enteren en casa que tiramos palos al “cequión” para que la corriente los arrastre y los podamos recoger al otro lado de la carretera.
El que termina primero de cenar, viene a casa a buscarme. Y la chiquillería de El Cabecico se ve aumentada con los “niños” catalanes que vienen a veranear. Entonces, ya a oscuras, jugar al escondite tiene más emoción. Nunca me encuentran cuando doy la vuelta por la escuela (“La Santa Cruz”) y el kiosco de La Isa o cuando subo al cerro.
Y me voy a la cama pensando que mañana sábado voy a pasarme el día en la piscina municipal. Me prometo no salir del agua hasta no estar como un garbanzo a remojo.
Cuando llegue septiembre, la gota fría nos devolverá a la rutina de la escuela.

NI TE CASES NI TE EMBARQUES


Mis ítems humorísticos, no sé si muy variados o afortunados, están coronados por mi admiración a Martes y Trece. De hecho, tenía muchas ganas de hablar de ello tirando de las pobres rentas de mi memoria y de mis allegados. Gracias a Dios, YouTube existe.
El culmen del humor absurdo español quizás llegaría con Faemino y Cansado (para otra ocasión, desde luego) y tomó el relevo con la trupe de Joaquín Reyes. Lo que pasa es que no hay gag más recordado en Piel de Toro que Martes y Trece y la empanadilla de Móstoles.
Mirándolo con distancia, no sé de qué me reía yo –con muy pocos años y mucha inocencia- al ver como a una monja le cambiaba la vida una bici sin sillín o los milagros del “algodón no engaña”.
En mi casa hay una norma no escrita que dice que si mi madre asegura que la leche está “calentica, como la pide el cuerpo”, te juegas las yemas de los dedos si te acercas a diez metros. Yo tenía la impresión de que con el “Café Tacilla” me estaban parodiando a la hora del desayuno.
Cuentan que ni Encarna Sánchez ni Isabel Pantoja les perdonaron jamás la “ridiculización” (jamás lo hubiera visto así) que hicieron de su relación. Sin embargo, en mi humilde opinión, no ser imitado por Josema y/o Millán significaba no existir.
Retenemos en las retinas a Franco Battiato con un enano bailando detrás, a Mecano, a Gabinete Galigari y hasta Almódovar y Macnamara. Fue genial coser por la espalda los chalecos de Manolo y Ramón –Dúo Dinámico-. Y se marcaron el gran detalle de explicar a España entera la diferencia entre cuartos y campanadas, después del resbalón de Marisa Naranjo. Las nocheviejas nunca volvieron a ser lo mismo. La televisión entera se resumía en las dos últimas horas del año.
No sé si es que son mis favoritos pero mi capacidad de retentiva mantiene vivas las imitaciones de Simon & Gerfunkel, Juan y Junior y Los Panchos. Cuántas veces he vuelto a casa chapurreando “Si tu Mercedes Benz…”. Aunque sublime fue a mi juicio la parodia de la folclórica definitiva entrevistada por Lauren Postigo.
Tengo que cerrar este mini-homenaje que por lo prolífico de los homenajeados tan escaso queda. Por lo menos, he tomado la determinación de no volver a estar molesta en la vida. Como mucho, seguiré el ejemplo de Covadonga: “Estaré en-fabada”.

SOY PAVA


Tengo que reconocerlo y admitirlo abiertamente. Salir del armario de mi fingido salero: soy pava! Me emociono hasta cuando veo las fiestas de fin de curso en telecaravaca.
Parte de mi pavismo se puede deber a la carga genética (entiéndanme, “soy bióloga”). Pero creo que los “factores ambientales” también han venido a modificar mi ya débil conducta.
En otro ejercicio de memoria, tengo que descargarme sobre “Cristal”, la telenovela paradigma de todas las demás. Se empezó a emitir en España en 1990, pero llegaba con retaso desde Venezuela (había sido rodada entre 1984 y 1985). Ya habían seguido nuestras madres (o, sobre todo, ellas) otros seriales que marcaron hitos como “Los ricos también lloran” o melodramas estadounidenses que parecían de mayor nivel cultural, quizás porque sus protagonistas eran de mayor nivel social.
Sin embargo, el “culebrón” sólo existió a partir de “Cristal”. Descubrimos que nuestro idioma se podía hablar de otras maneras, a veces difíciles de entender, y aún así tan correctas como el castellano de Vallodaliz. Se me ocurre hasta hacer un breve glosario con expresiones como chévere, me botaron, me perteneces, Lissenssiado,… Lo admito: yo también me he reído.
Pero no es la aportación idiomática la que me ha traído hasta aquí. “Cristal” fue un fenómeno en toda regla (más de diez millones de espectadores lo avalan).
Yo jugaba con mis amigas de la calle a Cristal. Por supuesto, a mí nunca me iba a tocar ser Cristina, la guapa. Yo me elegía ser Victoria, que mi madre decía que era mucho más elegante.
Acostumbrada a la frialdad yanqui, el culebrón sudamericano nos empapó de un sentimentalismo que sobrepasaba lo cursi, efectivamente. Pero, vistas con perspectiva, son historias cargadas de valores buenos en el que la moraleja final es que es mejor el bien que el mal. Quizás pequen de surrealismo, pero Suramérica no se entiende sin él.
Parecíamos un país más avanzado que la lejana Venezuela y, no obstante, nos llenó de pasmo una historia de niños abandonados, madres solteras, amantes, mujeres ejecutivas y divorcios. Al lado de semejantes panoramas, perder un mundial (Italia 1990), no resultaba tan dramático.
No sé qué pretensiones anidaban en los ideólogos de “Cristal”. Yo aprendí del sentimentalismo y la sinceridad. Hasta del valor de salir adelante. Puedo fingir que soy una mujer más culta y recitar citas célebres de autores que no he leído en mi vida pero es que no soy así. Sin embargo, aún recuerdo la canción de cabecera de este culebrón que un día hasta me hizo llorar. No me sorprendería descubrir a partir de ahora que no soy la única que va a salir del armario.

AUTOS LOCOS Y CÍA.


Acabo de llegar a casa y me he echado al sofá. Después de todo el fin de semana, imagino que me ha añorado. Un canal temático me da la alegría de la tarde: Los Autos Locos. Otro ítem de mi lejana infancia. Si tengo que dar el nombre de un gran malvado, me tengo que decidir entre el de una maestra del cole “de cuyo nombre no quiero acordarme” y el malo más tonto de todos Pierre Nodoyuna. Como decimos en el Pueblo: qué manera de joder el percal.
Pero no voy a dedicar cuatrocientas palabras a Pierre (que bien las vale). Creo que los dibujos de una época bien se merecen un homenaje.
No sé si mis sobrinos, que son los niños que tengo más cerca, algún día recordarán a Bob Esponja como yo recuerdo las animaciones que seguía cuando tenía su edad. Y es que no sólo nos acordamos de la trama (que es lo que yo menos recuerdo);  no se puede evitar asociarlos al momento en el que los emitían o a la canción de la entrada.
Los primeros dibujos de los que tengo conciencia fueron Candy Candy (hasta tenía una camiseta), La Abeja Maya y Los Pitufos. Aunque fascinación, fascinación es lo que sentía por El Osito Misha. Creo que se debía entre otras cosas a una canción que me parecía entrañable y a que su mejor amiga tenía mi nombre (Natacha).
Tanteando entre mis amigos, lo más seguido creo que fue La Aldea del Arce, Sherlock Holmes (que era lo que se dice “un perro guapo”) y Chicho Terremoto. Todos los veíamos al salir del colegio, probablemente engullendo un bocata de foie-gras.
Con la llegada de las televisiones privadas, los dibujos japoneses entraron en nuestras vidas. Pensando en Ranma, estaremos ante una tímida (o no tanto) inclusión en el Manga. Pero, en realidad, eran historias de lo más inocente cargadas de valores “fair-play”. A parte de Chicho, lo más destacado fue Oliver y Benji (Campeones) o Juana y Sergio.
Habíamos dejado atrás a Hanna-Barbera con El Oso Yogui, El Gorila Maguila, Hucleberry Hound o los destacadísimos Los Picapiedra y Scooby-Doo. Y las mañanas del verano televisivo cada vez estaban más llenas de contenido “adulto” ocupando el espacio que Los Osos Amorosos o Puncky Breuster (en versión dibujos) habían dejado.
Qué homenaje más corto. Muchos de mis contemporáneos recordarán un millón de títulos más. Perdónenme. Ha sido un homenaje hecho a golpe de memoria un domingo por la tarde en el sofá.

SÚPER-PLOF!!!!


A mediados de mayo, nos dieron el sopetón: nunca más SuperPop en el kiosco. Nunca más pósters ni pulseritas de caucho. Nunca más olor a revista recién comprada cada dos viernes. Obviamente, hacía un millón de años que no la compraba pero creo que ha sido una pérdida generacional importante (con –casi-todas mis amigas lo comenté).
Puede parecer una reacción histriónica pero en la educación musical, sentimental y, hasta quizás, sexual (no digamos que acertada) tuvieron más peso publicaciones como ésta que la televisión (con permiso de Tocata y Rockopop), los amigos o, en muchos casos, los padres. Y estoy hablando de una generación entera que nunca olvidará que los M&M’s se derretían en la boca y no en la mano y que aliviaba el acné con Clearasil.  Aunque muchos escaparan, claro.
Hasta aprendimos a peinarnos. Porque el estilo lo imponía SuperPop con sus accesorios e ideas para imitar a la famosa de moda. El verano del 89 vino marcado para mí por la Primera Comunión y la moda neón (fosforita, la llamábamos entonces) de sus cintas de regalo.
Y  el momento cumbre llegó con el póster de cartón piedra del David (Mike Silver) de Long Island; o lo que es lo mismo: Kirk Cameron (“Los problemas crecen”) a tamaño natural en kimono de karateka. Justin Babier  puede ser más guapo, pero Mike fue nuestro primer amor (y Babier JAMÁS acabará en mi armario empotrado). Antes de Kirk, ¿qué era un tío bueno?
Años más tarde, las niñas (nos llamábamos “crías”) de mi clase de 5º alborozábamos alrededor de los coleccionables de “Sensación de vivir” y una enésima generación de “novios” encabezada por Jason Priestley y Luke Perry (que separaron España como Pantoja y Jurado).
Nuestras carpetas “customizadas” con los pósters que ya no cabían en la pared no hubieran sido las mismas si no hubiésemos llenado los separadores con las dedicatorias de la SuperPop. Permítanme una candidez: en el siglo XIX, un tal Gustavo Adolfo (léase “Lli-Ei”) alguna rimilla le hubiera dedicado a Julita Espín (“la Juli”).
O, ¿es que no entendimos mejor el inglés con la transcripción de las canciones de New Kids…, Madonna o Take That? Bravo por nosotros, púberes de este país antianglófono por definición.
Ahora, nos reímos de chonis y jonanthans, pero quince o veinte años atrás, nosotros pelábamos la pava con tupés enlacados y camisetas de Acid. No teníamos a Melendi pero un grupo hortera nos insinuaba que, nadando, parecíamos sirenas.