viernes, 20 de julio de 2012

HERMANDAD DEL CALOR


Cuando el jueves 28 de junio, a media tarde, las temperaturas del centro de Murcia (creo que por nuestro querido Noroeste pasó exactamente lo mismo) rozaron los cuarenta y ocho grados centígrados, sucedió algo extraordinario en la ciudad.
Las personas que bullían por las calles experimentaron cambios en su comportamiento significativos a todas luces. El suelo irradiaba un calor seco, como si en la capa que queda justo debajo de la superficie, la lava emergiera derritiéndose por las rendijas. Los andares fueron necesariamente más armónicos. El caminar casi de puntillas hacía de los paseantes bailarines en el gran escenario de la Trapería. Tensiones arteriales modificadas a la baja hacía estos movimientos aún más armoniosos y coordinados.
Los brazos se agitaban de una manera armónica; como cisnes, los murcianos refrescaban las axilas dejando que el poco aire las alcanzara. Por momentos, las manos retiraban delicadamente el sudor de la frente. Hay un gesto que me gusta especialmente; se lo he visto a pocas personas. Retirarse en una caricia con el dorso de la mano la humedad del mentón.
Ese instrumento glorioso que es el abanico, paradigma sublime de la seducción y la coquetería femeninas, recuperó un protagonismo casi olvidado amén del infame invento del aire acondicionado. Alas de mariposas invadían Santo Domingo.
El hablar era sencillamente impensable, incluso entre los paseantes que se hacían compañía (con más distancia entre ellos de la normal). Un silencio sepulcral invadía las aceras de la Gran Vía. A veces, el resoplido que busca refresco interrumpía ese aire concentrado.
Pero la simpatía, al fin, se hizo hueco. Al bajar el Puente de los Peligros, las caras familiares que nunca me miran empezaron a buscar mi empatía con un levantar cómplice de cejas que me decía “qué calor, qué valor”.
Llámenme loca pero amo el calor.
Nati Montes Barqueros