Cuando el jueves 28 de junio, a media
tarde, las temperaturas del centro de Murcia (creo que por nuestro querido
Noroeste pasó exactamente lo mismo) rozaron los cuarenta y ocho grados
centígrados, sucedió algo extraordinario en la ciudad.
Las personas que bullían por las
calles experimentaron cambios en su comportamiento significativos a todas
luces. El suelo irradiaba un calor seco, como si en la capa que queda justo
debajo de la superficie, la lava emergiera derritiéndose por las rendijas. Los
andares fueron necesariamente más armónicos. El caminar casi de puntillas hacía
de los paseantes bailarines en el gran escenario de la Trapería. Tensiones
arteriales modificadas a la baja hacía estos movimientos aún más armoniosos y
coordinados.
Los brazos se agitaban de una manera
armónica; como cisnes, los murcianos refrescaban las axilas dejando que el poco
aire las alcanzara. Por momentos, las manos retiraban delicadamente el sudor de
la frente. Hay un gesto que me gusta especialmente; se lo he visto a pocas
personas. Retirarse en una caricia con el dorso de la mano la humedad del
mentón.
Ese instrumento glorioso que es el
abanico, paradigma sublime de la seducción y la coquetería femeninas, recuperó
un protagonismo casi olvidado amén del infame invento del aire acondicionado.
Alas de mariposas invadían Santo Domingo.
El hablar era sencillamente
impensable, incluso entre los paseantes que se hacían compañía (con más
distancia entre ellos de la normal). Un silencio sepulcral invadía las aceras
de la Gran Vía. A veces, el resoplido que busca refresco interrumpía ese aire
concentrado.
Pero la
simpatía, al fin, se hizo hueco. Al bajar el Puente de los Peligros, las caras
familiares que nunca me miran empezaron a buscar mi empatía con un levantar
cómplice de cejas que me decía “qué calor, qué valor”.
Llámenme
loca pero amo el calor.
Nati Montes Barqueros