viernes, 26 de agosto de 2011

RAMÓN


Desde hace unos días, he decidido que me llamo Ramón. Es el nombre más varonil que se me ocurrió aquel día, y por qué no. Un día me pusieron un nombre sin consultarme y lo llevo arrastrando toda la vida. Y ese es un triste destino que no voy a admitir.
No. No quiero ser Ramona, la más gorda de las mozas de mi pueblo. Aunque lo fuera o fuese. Quiero ser Ramón y que la gente haga rimas fáciles con mi nombre.
Tampoco quiero que sea un cambio superficial o sólo sustantivo. También ha sido sustancial. Absolutamente sustancial. Desde que soy Ramón me miro con más respeto y creo que esto se está propagando.
Mi vecina siempre me azuza el perro (Bobby, ese maldito pekinés mala leche). Desde que me llamo Ramón, lo recoge y acurruca en su regazo a mi paso.
Los hijos de la vecina viuda del quinto, esos chiquillos mocosos, que aún así me caen bien, siempre me miraban con curiosidad. Parándose en el rellano cada vez que abría la puerta. Ahora, corren despavoridos escaleras arriba cuando oyen el movimiento de  mi cerradura. Que es lo que yo digo. “Ramón. Ni Don Ramón ni Monchito”. Imagino que es un mal menor.
Cada vez que iba al médico, el muy desgraciado ni me miraba. Me extendía una receta casi sin mirarme. Qué digo “casi”. Me extendía una receta sin mirarme. Y eso si le apetecía. Yo le hablaba de esputos y de sangre. Y él imbécil, venga jarabes de pulmón en la etiqueta.
Pues el otro día, me planté. Cuidaico me llamo. Que soy Ramón, el chico más guapo de la reunión. Palidecido, el imbécil me hizo escupir en un bote y me prometió tratamientos efectivos.
No quiero ni comentar la actitud de mi jefe. El indeseable no se lo merece. Sólo apuntar cierto cambio en tono, timbre y volumen de la voz. Y esos portazos e insultos que milagrosamente cesaron.
Qué hermoso es el paisaje que veo desde mi balcón desde que sé que ahí abajo las personas que me repudiaban ahora me admiran y respetan.

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