LAS FUENTES
Cuando yo era enana,
mi padre solía cogernos a mis hermanos y a mí (especialmente, los tres
pequeños) y nos llevaba, cómo no, a Las Fuentes a llenar una bolsa de hojas
secas o dar pan duro a los peces. Imagino que este recuerdo familiar puede ser
común en muchos de vosotros. Creo que dos grandes acontecimientos de mi niñez fueron
la comunión y el día que trajeron patos a Las Fuentes. Pena que un día me
contaron lo del desequilibrio del ecosistema y todo eso.
Siendo ya crecidita,
no faltaron ocasiones de echar merienda y llegar andando a Las Fuentes. El que
más o el que menos tenía un par de amigos que sabían martillear la guitarra y
deleitarnos con Nothing else matters
y otros hits de los noventa. Especial mención al fin de fiesta de Santo Tomás en
los años de instituto cuando nos merendábamos un bocadillo de calamares de La
Esperanza.
Por supuesto que yo
no, (mamá, no!), pero un buen caravaqueño, uno que se precie de serlo alguna
vez habrá tenido que rendir homenaje a lo de “donde entran dos, salen tres”. Y
sin llegar a esos placeres de la carne, no se me ocurre mayor momento de
comunión interior que alcanzar las aguas de este pasaje, mojarse la nuca, la
cara, los pies y terminar así una cálida tarde del mes de junio.
Nos hemos tumbado en
la hierba, estirado los pies a la sombra de un plátano. Hemos callado y hemos
charlado. Alcanzamos el Nacimiento en compañía de los amigos, de la familia o
de la más absoluta de las soledades. Da igual entrar a las cuevas desde Mayrena
o desde el Camino del Huerto. Da igual. Lo importante es que allí nos vemos.
Nati Montes Barqueros
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