viernes, 1 de junio de 2012

PINTURA Y ESCRITURA


Amarillo, naranja, fucsia, rojo, marrón claro, marrón oscuro, verde claro, verde oscuro, azul claro, azul oscuro, morado y negro. Aprendí a ordenar una y otra vez mi caja de doce lápices Alpino. Los “cedros”, decía mi hermano. Parece que aún respiro aquel olor a madera al empezarlos. Levantarme y pedir permiso para sacarles punta. Volver a respirar ese olor a madera recién cortada en la viruta nacida sobre la cuchilla del sacapuntas.
Pero los cedros llegaron después de las ceras blandas Manley que nos ensuciaban las uñas y que permitían dibujos-garabatos (tampoco es que ahora dibuje mejor  que a los cuatro años) luminosos y brillantes. El gran enigma de aquellas cajas era para qué servía la cera blanca. ¿El gran tesoro? La cera color carne.
Pocas marranadas se nos permitían en aquellas edades. Qué pena que entonces la publicidad no dijera que las manchas ayudan a crecer. En mi clase de primero de párvulos, era fiesta oficial el día que nos dejaban la pintura para dedos. Todavía veo la palma de mi mano tatuada de color verde sobre el folio blanco y sobre el baby con mi nombre. Quizás alguna pulgada furtiva sobre la mejilla.
Con los lápices del 2, repasábamos la caligrafía de los cuadernos Rubio sin saltarnos ni un puntito. Los dedos firmemente situados sobre el palo negro y amarillo, bien colocados sobre la goma de caucho enrollada en el ápice del mismo. Porque, desde muy pequeños, hay que cuidar las formas. Bien que me la gané cuando la maestra me pilló mordiendo la punta roja de aquel Staedtler HB2.
La última vuelta de tuerca llegó con el boli Bic. Azul para escribir y rojo para corregir. Ya éramos nenes mayores. Sólo faltaba pasar de las hojas tamaño cuartilla a las tamaño folio. Pero ésa, es otra historia.

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