Amarillo,
naranja, fucsia, rojo, marrón claro, marrón oscuro, verde claro, verde oscuro,
azul claro, azul oscuro, morado y negro. Aprendí a ordenar una y otra vez mi
caja de doce lápices Alpino. Los
“cedros”, decía mi hermano. Parece que aún respiro aquel olor a madera al
empezarlos. Levantarme y pedir permiso para sacarles punta. Volver a respirar
ese olor a madera recién cortada en la viruta nacida sobre la cuchilla del
sacapuntas.
Pero los cedros
llegaron después de las ceras blandas Manley
que nos ensuciaban las uñas y que permitían dibujos-garabatos (tampoco es que
ahora dibuje mejor que a los cuatro
años) luminosos y brillantes. El gran enigma de aquellas cajas era para qué
servía la cera blanca. ¿El gran tesoro? La cera color carne.
Pocas marranadas se nos permitían en aquellas
edades. Qué pena que entonces la publicidad no dijera que las manchas ayudan a crecer. En mi clase de primero de párvulos,
era fiesta oficial el día que nos dejaban la pintura para dedos. Todavía veo la
palma de mi mano tatuada de color verde sobre el folio blanco y sobre el baby con mi nombre. Quizás alguna
pulgada furtiva sobre la mejilla.
Con los lápices
del 2, repasábamos la caligrafía de los cuadernos Rubio sin saltarnos ni un
puntito. Los dedos firmemente situados sobre el palo negro y amarillo, bien
colocados sobre la goma de caucho enrollada en el ápice del mismo. Porque,
desde muy pequeños, hay que cuidar las formas. Bien que me la gané cuando la
maestra me pilló mordiendo la punta roja de aquel Staedtler HB2.
La última
vuelta de tuerca llegó con el boli Bic.
Azul para escribir y rojo para corregir. Ya éramos nenes mayores. Sólo faltaba
pasar de las hojas tamaño cuartilla a las tamaño folio. Pero ésa, es otra
historia.
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