jueves, 9 de febrero de 2012

Estimada Señorita Austen

Tengo una deuda pendiente con usted y usted, no mire hacia otro lado, la tiene conmigo. Otras insensatas como yo le habrán escrito líneas parecidas. Somos muchas las que tenemos esta deuda.
Desde que la descubrí, ya entrada en mi edad adulta, mi educación sentimental, si la tenía, ha cambiado radicalmente. Como le digo, la descubrí tarde; pero si lo hubiera hecho antes, quizás mi ya inocente y extravagante carácter hubiera sido alimentado con demasiada fantasía. Ésa es su deuda conmigo: tanta confusión.
Estaba convencida de que el amor era una rareza; que la vida real se regía por taciturnos acuerdos establecidos entre personas que se atraen, poco más. Un privilegio no reservado para mí, no dispuesta a ceder al convencionalismo imperante. Entonces llegó usted a mi vida.
Usted me enseñó que había historias tormentosas, difíciles e impedidas por un mundo cargado de prejuicios que se llevan a cabo superando todas las dificultades. Retrata usted a las personas a través de sus actos, no con una fría descripción de tres hojas. Sabemos que el Señor Collins es un patán por su palabrería, su falsa adulación y erróneo sentido de la calidad humana. Lo que se dice un trepa. O define la inteligencia de Emma a través de su independencia y la claudicación en los propios errores. Por poner dos ejemplos de lo que una no quiere ser y de lo que aspira a parecerse. Quizás, debería tomar como ejemplo la bondad de Jane Bennet.
Pero, sobre todo, mi deuda con usted tiene nombre propio: Fitzwilliam Darcy. A veces he pensado que Dios inventó a Collin Firth sólo para que hubiera alguien capaz de interpretarlo. Gracias por su perfección, por su bondad, por su corrección. Por ese conjunto de cosas que suenan a denostadas en el Varón Contemporáneo. Gracias. De vez en cuando, vivo cinco minutos en los que recupero mi fe en el género masculino. Ojalá fuera Elisabeth Bennet. Como mucho, una Marianne Dashwood de segunda.

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