lunes, 24 de octubre de 2011

AUDREY NO DESAYUNABA


Esta semana, me voy a saltar alguna de las reglas que me impuse a mí misma cuando accedí a esta colaboración casi semanal. Para mí, la razón está más que justificada: uno de mis mejores amigos –no lo nombro por si se molestase- me ha echado algo en cara.
No es nada serio, desde luego. Pero creo que tiene toda la razón. Les pongo en antecedentes. Hace unos días, se ha conmemorado el 50 aniversario del estreno de DESAYUNO CON DIAMANTES; una película de la que según él, fui la primera en hablarle y que, por varios motivos, nos fascina a los dos. Me reprochaba la falta de homenaje por mi parte en el feisbuk.
Tendría yo unos trece años, cuando las televisiones generalistas todavía se lo hacían bien y daban películas que entrarían dentro del conocido como “Cine Clásico” –no necesariamente “antiguo”, como siempre me puntualiza mi hermano-. Pues fue una noche de junio, cuando Antena 3 (lo recuerdo como si fuera ayer) me regaló mi primera vez con DESAYUNO CON DIAMANTES.
No sé qué vi a esa edad en esta película. No podía entender mucho más allá de la historia de alguien que sueña con poder comprar algo en Tyffany’s, que organiza fiestas que incordian a los vecinos y que ha huído de una vida provinciana que se le quedaba grande o, quizás, pequeña.  
Tal vez, fue un sentido estético - parte del choque emocional de ver a John Hannibal Smith, líder de EL EQUIPO A (George Peppard)-. Si me lo preguntan a mí, el mito Audrey Hepburn, nace con DESAYUNO… Resulta imposible imaginar a Marilyn Monroe (candidata de Truman Capote) o Kim Novak (candidata de ella misma) cantando, guitarra en mano, Moon River en el alféizar de la ventana dedicando cada sílaba al curioso y mantenido vecino. Imposibles las curvas de estas actrices enfundadas en el largo vestido negro. Porque lo que sí entendí pronto es que Holly-Audrey de lo que sí tenía aspecto (impecable en Givenchy, desde luego) es de no desayunar nunca ni en Tyffany’s ni en ningún otro lugar.
Daba igual lo que Hepburn hiciera en esta película. Hablando de la manteca de cacahuete, sentada en una bañera-sofá haciendo ganchillo, recogiendo a un gato sin nombre bajo la lluvia o teniendo un fatal ataque de histeria. Conmociona en cada retina su cara de cervatillo. Un óvalo perfecto. Una actriz que hacía “lo que le daba la gana”.
Poco después, leí la novela de Truman Capote y comprendí la libertad en la versión cinematográfica. Pero qué más da. Por Audrey, lo que haga falta.

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