miércoles, 20 de febrero de 2013


LA VUELTA AL COLE

Uno de los momentos mágicos de la infancia, comenzaba cada año al final del verano. Empezaba a anochecer antes y las calles volvían a llenarse de críos, en detrimento de playas y piscinas. Era el momento de volver al cole y, casi siempre, lo hacíamos con ganas. Aunque eso supusiera vuelta a la rutina y, sobre todo, la inminente llegada del ínfame e infinito invierno, esa estación que nunca me gustó.
Al contrario de lo que me pasa ahora, que el final de las vacaciones supone un verdadero declive emocional, volver al cole suponía todo un incentivo. El reencuentro con una vida que quedó en stand-by.
Saltándonos las normas del reciclaje, que con tanto ahínco intentaban inculcarnos, reutilizar el material del curso anterior no nos emocionaba mucho al lado de la posibilidad de estrenar lápices, bolígrafos y gomas de nata. No sólo era un sueño visual, también era un festival de aromas y emociones. Ya en mi treintena, no puedo evitar acercarme la punta de un lápiz recién afilado para disfrutar de ese olor a cedros.
Las familias más humildes gustábamos de prestar los libros de texto a los vecinos más jóvenes. Yo heredé muchos y así me enteré de escabrosos detalles de la vida sentimental de mis predecesores. Aunque, como dice una amiga, mucho más bochornoso resultaba tener que llevar el libro de lengua lleno de penes. Especialmente, si eras una chica.
Lejos de la vuelta al cole glamurosa que prometían los anuncios de El Corte Inglés, de niñas con boina calada y chicos en pantalón corto de cuadros; a La Santa Cruz, se volvía en tejanos, en falda plisada y en chándals de táctel. Ropa de batalla para la gran guerra que era hacerse un hueco en el patio del colegio. Una noche soñé que llovían corticoles.
Nati Montes Barqueros

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